domingo, 22 de julio de 2012

Fedor Dostoyevski.- EL JUGADOR




CAPITULO PRIMERO



     Por fin estaba de regreso, después de dos semanas de ausencia. Los nuestros llevaban ya tres días en Ruletenburgo. Yo creía que ellos, sabe Dios cómo, me estarían aguardando, pero me equivocaba. El general, que me recibió indiferente, habló con altanería y me envió a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Me pareció, incluso, que el general sentía cierto reparo a mirarme.



     María Filíppovna estaba a ocupadísima y habló conmigo muy superficialmente; sin embargo, aceptó el dinero que le traía, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin.

     Para la comida aguardaban a Mezentsov, a un francés y también acierto inglés; en cuanto tenían dinero era habitual ofrecer un gran banquete según la costumbre moscovita.

     Al verme, Polina Alexándrovna me preguntó por qué me había demorado tanto, y sin aguardar respuesta se fue no sé a dónde. Naturalmente que aquello lo hizo adrede. Sin embargo, nos era indispensable llegar a una explicación entre los dos. Se habían acumulado muchas cosas.

     Me destinaron a una pequeña habitación en el cuarto piso del hotel: aquí todos sabían que yo formaba parte del séquito del general. A juzgar por lo visto habían logrado darse aires de importancia. Al general se le consideraba por aquí por todos un riquísimo magnate ruso. Antes de la comida tuvo tiempo de hacerme algunos encargos, entre ellos el de cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la oficina del hotel, y ahora, durante dos semanas por lo menos, van a creernos millonarios.

El casino de Baden-Baden por fuera

     Yo quería llevar de paseo a Misha y Nádenka, pero cuando estábamos ya en la escalera el general me mandó llamar; quería saber a dónde llevaba a los niños. Este hombre, decididamente, no puede mirarme cara a cara: de buena gana él lo querría, pero a cada tentativa suya le lanzo una mirada tan fija, es decir, tan poco respetuosa, que se desconcierta. Con frases grandilocuentes, colocando una tras otra y acabando por perderse, me dio a entender que pasease con los niños en alguna parte, por el parque, lo más lejos posible del casino. Por último, se enfadó, y agregó bruscamente: “Porque es usted capaz de llevar a los niños a la ruleta. Perdóneme –agregó. es usted bastante informal y capaz por ello de dejarse arrastrar hasta el juego. En todo caso yo no soy ni deseo ser su mentor, al menos me creo en el derecho de desear que usted, por así decirlo, no me comprometa…”

El casino de Baden-B aden por dentro

     -Ni siquiera tengo dinero –respondí tranquilamente-; y para perder es preciso tenerlo.

     -Voy a dárselo tranquilamente –respondió el general, sonrojándose ligeramente; buscó en su escritorio, consultó un libro de notas y resultó que me debía unos doscientos veinte rublos.

     -¿Cómo lo arreglaremos? –dijo-. Hay que cambiarlos en táleros. Mire, tome cien táleros para redondear la cuenta; lo demás no lo perderá, claro.

     Tomé el dinero sin pronunciar palabra.

La mesa de la ruleta

     -Supongo que no interpretará mal mis palabras; es usted tan susceptible… Si le hice esta observación fue sólo como una sencilla advertencia, y creo tener cierto derecho…

    

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