domingo, 4 de marzo de 2012

Alejo Carpentier.- GUERRA DEL TIEMPO.

Alejo Carpentier.- GUERRA DEL TIEMPO.

VIAJE A LA SEMILLA. I.

 El autor en plena faena

      -¿Qué quieres, viejo ?....

      Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con un mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendía piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían –despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda.

Una edición del cuento

Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el pelo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se enguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Lausana, donde el autor vino al mundo

      Dieron las cinco. Las cornisas y entablamientos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el asalto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba muy pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba lo labios. Por primera vez las habitaciones sormirían sin persianas, dabiertas sobre el paisaje de escombros.
Una calle de la vieja Habana

      Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su vocación vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por el aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puertas se erguían aún, en lo alto, con tablas de sombra suspendidas de sus bisagras desorientadas.
Una traducción del libro

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