martes, 12 de julio de 2011

Camus.- LA PESTE

Marcel Camus.- LA PESTE
El autor


     Los curiosos acontecimientos que forman el tema de esta crónica se produjeron en Orán en 194…; según el parecer general no encajaban bien allí, ya que se salían un poco de lo ordinario. A primera vista, en efecto, Orán es una ciudad corriente, una simple prefectura francesa de la costa argelina.

     La misma ciudad, hay que confesarlo, es fea. De aspecto tranquilo, se necesita cierto tiempo para vislumbrar qué es lo que la hace diferente de las ciudades mercantiles de todas partes. ¿Cómo imaginar, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no hay ni batir de alas ni temblor de hojas, un lugar neutro ni más ni menos? El paso de las estaciones sólo se lee en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por las cestas de flores que los pequeños comerciantes traen de los alrededores; es una primavera que se vende en los mercados. Durante el verano, el sol incendia las casas demasiado secas y cubre los muros con una ceniza gris; no se puede vivir entonces más que a la sombra de los visillos echados. En otoño hay, por el contrario, un diluvio de fango. Sólo llegan los buenos días con el invierno.
Orán en la lejanía, tras el fuerte de San Andrés

     Una manera cómoda de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja, cómo se ama y cómo se muere en ella. En nuestra pequeña ciudad, quizá por efecto del clima, todo se hace lo mismo, de una manera frenética y ausente. Quiero decir que la gente se aburre y se dedica a adquirir determinados hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre con miras a enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio y se ocupan primordialmente, según su expresión, en hacer negocios. Naturalmente les gustan también los placeres sencillos, les gustan las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero muy razonablemente reservan estos coces para el sábado por la noche y el domingo, tratando, durante el resto de la semana, ganar mucho dinero. Por la tarde, cuando dejan los despachos, se reúnen a hora fija en los cafés, se pasean por el mismo paseo o bien salen a los balcones. Los deseos de los más jóvenes son violentos y breves, mientras que los vicios de los más maduros no pasan de las sociedades de aficionados a los bolos, los banquetes entre amigos y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.
Orán, tal como es ahora

     Sin duda se dirá que nada de eso es exclusivo de nuestra ciudad, ya que en definitiva todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada más natural hay que ver trabajar a la gente desde la mañana hasta a la noche y elegir a continuación entre perder en las cartas, en el café o en charlar el tiempo que les queda para vivir. Pero hay ciudades y países en que la gente tiene, de tanto en tanto, sospecha de que hay algo más. En general eso no modifica su vida. Sólo que existe la sospecha y eso se ha ganado. Orán, por el contrario, es aparentemente una ciudad sin sospechas, es decir, una ciudad moderna del todo. No es necesario, por tanto, precisar la manera cómo se ama entre nosotros. Hombres y mujeres o bien se devoran en eso que se llama acto de amor o bien se enzarzan en una larga costumbre para dos. Entre estos extremos no hay a menudo término medio. Lo cual tampoco es original. En Orán, como en otra partes, a falta de tiempo y de reflexión, se viene obligado a amar sin saberlo.
Una edición de esta obra


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